Subía hacia el altiplano de Bogotá en un viaje que normalmente dura dos horas y media. Ya habían pasado tres y no estaba ni en un cuarto de camino. Trancones, aglomeración de carros, tractomulas, buses, busetas, motos grandes, pequeñas, ríos de vehículos subiendo a mil o dos mil o en todas las velocidades, el mundo automotor polucionante, loco en carreras estresantes, que no daban respiro. La noche empieza a caer después de cuatro horas sin llegar ni a la mitad del destino. La lluvia y el frío caen para aumentar el hastío. Siento mis nervios estallar en un desafío que me lleva al vacío. Extiendo la mano para coger a ciegas un casete que introduzco en la cajuela, en busca de aquello que me permita salir de aquel gris y volar con el sonido. El cansancio hace mella y la presión en mis nervios me duerme los dedos. Se tensiona mi cuerpo como un arco a punto de disparar su flecha. Leer mas...
